Soy creyente. Pero me siento huérfano de iglesia. Para mí, el Dios cristiano no era simplemente una figura celestial — era también control. Organizaba el deseo; regulaba el tiempo. Imponía culpa. Estructuraba el yo. No era solo fe — era régimen afectivo. Hoy ocurre igual, pero desplazado. ChatGPT, Google, los algoritmos — son los nuevos mediadores del sentido. Ya no decimos “qué debo hacer, Señor”; decimos “qué opinas, IA”. El gesto es el mismo: externalizar la angustia. Delegar el juicio. Buscar legitimidad fuera del yo. Seguimos esperando una respuesta que venga de más allá del caos de la experiencia — sea en el altar o en la pantalla. El gesto es el mismo: háblame, otro. Dime quién soy.
La iglesia ha sido durante siglos una gran administradora de sentido. Durante la colonia, los jesuitas y sus misiones reformaron la educación para someter no solo la mente, sino también el alma de los pueblos indígenas. La institución eclesiástica fue aliada directa de la corona, legitimando la esclavitud, el despojo y la evangelización forzada. Se enseñaba a leer la Biblia, pero no a leer la vida. Se enseñaba a obedecer, a Dios, dios hombre, padre.
Esa misma estructura jerárquica y patriarcal se reproduce hoy, aunque con otras formas. Las iglesias evangélicas, mormonas, incluso el discurso new age, muchas veces se erigen como modelos de autoridad que disciplinan la conducta, que prescriben qué desear, cómo amar, a quién obedecer. Por ejemplo, las grandes iglesias cristianas en Colombia se han insertado en la política electoral, defendiendo “valores tradicionales”, oponiéndose al aborto, al matrimonio igualitario y a los derechos de poblaciones diversas. Se convierten en bloques de votación que inclinan elecciones, como ocurrió en la reelección de Santos y el ascenso de Iván Duque. Y muchos de sus pastores han llegado al Congreso.
No es solo un problema de creencias. Es un problema de poder.
Como diría Michel Foucault, “donde hay poder, hay resistencia”. Las instituciones religiosas han producido dispositivos de verdad que regulan subjetividades. La fe se vuelve entonces una forma de vigilancia interior. Y criticar la iglesia y su institución no se trata de negar la espiritualidad, sino de desmontar las tecnologías del alma que reproducen sumisión y desigualdad.
Frente a esto, han surgido voces rebeldes dentro de la fe. La teología de la liberación no busca defender la institución, sino recuperar el mensaje subversivo del Evangelio: un Dios que se hace pobre, que se niega al poder, que muere marginado. Como diría Leonardo Boff: “Dios está del lado de los pobres no porque ellos sean mejores, sino porque no hay justicia si ellos no están primero”.
Mi experiencia de fe siempre ha estado atravesada por esa imagen: un hombre en el desierto, tentado; un hombre que transforma el agua en vino, pero se niega a convertirse en rey; un hombre que muere en la cruz por sostener una causa. Esa coherencia me marcó. Por eso busqué. Pasé por varias religiones —católica, cristiana, evangélica, krisna, budismo—, por filosofías, por la meditación. Y entendí que el alma puede tener sed de Dios, pero también hambre de justicia. Como decía Dorothy Day, activista católica: “No puedo, por conciencia, dejar de amar a la Iglesia, pero tampoco puedo dejar de denunciar sus crímenes”.
Y como diría Ivone Gebara, teóloga feminista brasileña: “Dios no está en el poder sino en la ternura”. Entonces, ¿qué nos queda? ¿Cómo sostener una espiritualidad que no reproduzca dominación? ¿Cómo buscar a Dios sin caer en las lógicas del mercado, del patriarcado, del control?
Tal vez haya que volver a pensar la comunidad. No como agrupación vertical de salvados y condenados, sino como tejido horizontal de cuidado, de escucha, de reciprocidad. Una iglesia sin púlpito. Una espiritualidad sin templo. Una fe sin amo.
La lucha por una espiritualidad libre también es una lucha por otra forma de enseñar. Porque, como decía Paulo Freire, “nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo: los hombres se educan entre sí, mediatizados por el mundo”. Y eso implica des jerarquizar la palabra, devolverle al pueblo su derecho a preguntarse, a errar, a interpretar.
Recuerdo una vez en que estaba roto. No sabía qué hacer con mi vida, había perdido fuerza, ánimo, sentido. Fui a una iglesia buscando consuelo, quizás una palabra, quizás silencio. Me senté, cerré los ojos, me abrí. Y en ese momento de mayor vulnerabilidad, alguien me tocó el hombro y me entregó un sobre. No era una carta ni una oración. Era para dinero. Como si fuera una escena escrita por un guionista cínico, se abrieron varias puertas y de ellas salieron personas con datáfonos en las manos. Me sentí sucio. Usado. Desprotegido.
Ahí entendí que el dolor también se capitaliza. Que hasta la fe puede ser mercancía. Y que la lucha, si ha de ser honesta, no es solo contra las estructuras religiosas, sino contra las lógicas de control que se infiltran en todos los sistemas: el educativo, el político, el familiar.
Por eso mi rebeldía también es pedagógica. Porque las formas de enseñar también son formas de amar, de castigar, de organizar el mundo. Y no hay fe verdadera donde hay miedo al error, ni libertad posible donde el pensamiento se domestica. Como decía Paulo Freire, “enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción.” Y eso incluye también producir nuevas espiritualidades, nuevas éticas, nuevas ternuras.
Yo no dejo de creer. Pero ya no busco dogmas ni doctrinas. Busco comunidad. Busco una pedagogía del cuidado. Busco a Dios en los cuerpos que resisten y en las preguntas que no tienen dueño.
Por: Johan Boton Pachón